sábado, abril 01, 2006

Acuerdos Bilaterales: La Medicina del Tío Sam

La Organización Mundial de Comercio afirma complacida que finalmente ha zanjado uno de sus grandes dilemas: cómo encontrar equilibrio entre los intereses económicos de las transnacionales farmacéuticas y las necesidades sanitarias de los países pobres. En diciembre de 2005, los miembros de la OMC resolvieron hacer permanente una reforma al Acuerdo sobre Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) por la cual se flexibiliza el régimen de protección de las patentes farmacéuticas. Esta enmienda facilita el acceso de países pobres a medicamentos genéricos de bajo costo. Adicionalmente, unas semanas antes, los miembros acordaron extender los plazos para que los países en vías de desarrollo adopten medidas internas para la protección jurídica de las patentes. La dirección institucional de la Organización sostiene que todo aquello refleja el compromiso de los miembros con los objetivos humanitarios fijados en Doha.

Lamentablemente, una visión panorámica de la actualidad internacional denota que todo esto forma parte de una elaborada estrategia de los Estados Unidos. Mientras la OMC se vanagloria, la diplomacia estadounidense auspicia, desde hace tiempo, una campaña planetaria de negociación de acuerdos bilaterales de libre comercio. Estos instrumentos generalmente contienen cláusulas que elevan los estándares de protección de propiedad intelectual -y recortan plazos - más allá de lo acordado en el ADPIC (cláusulas ADPIC-plus). De esta forma, la flexibilización alcanzada en la mesa de dialogo multilateral se soslaya mediante pactos individuales. La campaña norteamericana incluye países como Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Jordania, Namibia, Marruecos, entre muchos otros. Lo que no se logra negociando ante un frente unido (OMC), se alcanza dialogando con cada uno por separado, aplicando el peso político y económico como principal elemento de puja. No olvidemos que la mayoría de estos países acuden a este dialogo como rehenes comerciales de su interlocutor. En el caso latinoamericano la imagen adquiere matices dramáticos. El ejemplo de Chile –el primero en firmar con Estados Unidos- descubre la singular asimetría: las exportaciones anuales de este país equivalen a dos tercios de lo que el gigante del norte exporta en una sola semana. Es obvio que la capacidad individual de negociación de sus vecinos andinos frente al gigante yanqui es, en el mejor de los casos, una utopía.

No es una novedad que los ADPIC establecen parámetros comprometidos con los intereses corporativos de Estados Unidos y Europa. El Nóbel de economía, Joseph E. Stiglitz, ha sugerido repetidamente, en base a su experiencia como asesor de la Casa Blanca, que el contenido de los ADPIC responde a la presión política (lobby) de las empresas farmacéuticas, en detrimento de los intereses sanitarios de los países en desarrollo. La suscripción de acuerdos internacionales en materia de propiedad intelectual busca, por lo general, armonizar la legislación de diferentes países en temas tales como la protección de patentes. La idea primordial es que todos los Estados adopten un modelo jurídico y administrativo uniforme –siguiendo el molde americano- en materia de registro de patentes y datos de prueba. El apresuramiento de plazos que caracteriza a los acuerdos bilaterales buscados por los Estados Unidos no tiene otra razón que la de aplanar el terreno para hacer negocios, antes de que a ciertos gobiernos de países pobres se les ocurra aprovechar la flexibilización institucional de la OMC para permitir la fabricación de genéricos de bajo costo o, todavía peor, aprobar su exportación a otros Estados más pobres aún. Las críticas más mordaces sobre la desmedida influencia que tiene la industria de los medicamentos en el diseño institucional del régimen de patentes provienen, precisamente, de publicaciones americanas como el Wall Street Journal o el New York Times. Es el jurista conservador, John O. McGinnis, quien advierte que la imposición de parámetros ajenos se suele solapar bajo el término armonización, vendiéndonos una imagen de muchas naciones cantando felices en armonía. Pero hay que recordar que las naciones, como los individuos, son distintas, y por ello la imposición de regulaciones similares permitiría que algunas se aprovechen de otras. Claro está, añade McGinnis, que algunos individuos y grupos también se beneficiarían sistemáticamente de este proceso. Por tal motivo, siempre existe el peligro de presentar a la armonización como el himno del corporativismo.

Otra cuestión de suma importancia es el efecto corrosivo que esta diplomacia bifronte puede causar en la credibilidad del sistema multilateral de comercio. En efecto, el tiempo invertido para alcanzar acuerdos en la mesa de negociaciones de la OMC no serviría de nada si los objetivos marcados se condicionan al surgimiento de tácticas conjuradas fuera de la Organización. Una de las graves deficiencias funcionales del antiguo GATT fue -precisamente- la fuga institucional de algunos Estados hacia entendimientos directos. Ante esto, sería ingenuo intentar convencer a los tecnócratas norteamericanos de no sacar provecho de su hegemonía. Su conducta es inherente a su status de superpotencia. Aunque esto no implica que el mundo entero deba observar en silencio. Es válida la reflexión hecha por el Director Ejecutivo de la OMC, Pascal Lamy: para las economías pequeñas y débiles, el procedimiento multilateral actúa como una póliza de seguro contra las presiones ejercidas por los fuertes en las negociaciones bilaterales (Conferencia dictada el 23 de marzo de 2006). Por ello, es necesario evitar el desmantelamiento sistema multilateral de comercio, y la única forma de lograrlo es diseñar una estrategia conjunta de contrapeso, no como argumento de polarización política sino como referente de equilibrio global.

Aparicio Caicedo Castillo