lunes, junio 25, 2007

Autonomía no es separatismo

Con la Asamblea Constituyente que se avecina es necesario que como sociedad comencemos el debate de lo que será nuestra próxima Constitución, a efectos de poder interiorizarla, asegurar su eficacia y su prolongación en el tiempo, especialmente en el tema de la organización territorial del Estado.

Existen tres especies generales de organización territorial de un Estado: el centralismo, la descentralización administrativa y la descentralización política. La primera concentra el poder en un solo punto del Estado, la segunda distribuye tareas administrativas –no de decisión– a ciertos territorios, y la tercera distribuye el poder político a los territorios del Estado. España, con la Constitución de 1978 pasó de un régimen centralizado a un régimen de descentralización política, lo que tuvo como resultado el actual Estado de las Autonomías. Este país ha pasado, desde esa fecha hasta la actualidad, de ser un país subdesarrollado a una de las primeras potencias económicas mundiales.
Esto, en parte, gracias al exitoso proceso de descentralización política con la creación de las Comunidades Autónomas y también, en parte, a su posterior ingreso a la Unión Europea en el año 1986. Pero en general, ambas técnicas se han convertido en una necesidad de las sociedades modernas.

Ni la descentralización política, ni la integración supranacional han tenido en el Ecuador procesos serios que permitan deducir que su implementación real va a producir efectos favorables para la economía ecuatoriana. Con el actual proceso constituyente en marcha, tenemos una oportunidad de comenzar un debate serio y sensato, que nos permita elaborar consensos para implementar un sistema de distribución territorial del poder que permita el desarrollo libre de todas las regiones del Ecuador, ya que un modelo territorial impuesto desde una concepción unilateral solo traerá como consecuencia su inevitable fracaso.

Los modelos de descentralización política han demostrado que resulta siempre más eficiente acercar el poder a los ciudadanos y darles una mayor participación en los asuntos públicos, trayendo como consecuencia ineludible una mayor satisfacción de sus necesidades y un mayor desarrollo regional. La Constitución española, en su artículo 2 “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran…”. Este derecho a la autonomía se encuentra absolutamente sometido a “la indisoluble unidad de la Nación (…), patria común e indivisible de todos…”.

La inclusión en el nuevo texto constitucional del derecho a la autonomía de las regiones del Ecuador es una necesidad imperiosa que conllevará el fortalecimiento del autogobierno de los entes territoriales y una mayor participación política en las decisiones de la vida pública, especialmente en las que incumben a su territorio, dejando al Estado Central estrictamente las potestades necesarias para mantener la unidad del Estado. Es necesario renovar el sentimiento autonómico y jamás confundirlo con un nacionalismo ciego y radical. Necesitamos que el poder se acerque más a los ciudadanos y que permita a cada pueblo, democratizar el poder, mayor eficacia en el gasto público y la ruptura del Estado burocrático y centralista mantenido por tecnoestructuras de ámbito nacional que se han mostrado alienantes e ineficaces. Es por eso que autonomía no es separatismo; autonomía es desarrollo y prosperidad.

martes, junio 05, 2007

La inactividad administrativa

A propósito de haber incluido en el proyecto de Constitución ecuatoriana, a cargo de la Comisión liderada por Maria Paula ROMO, una cláusula que contemple la inconstitucionalidad por omisión, es necesario también plantearse la necesidad de incluir una cláusula que contemple la inactividad administrativa.

En un estado social y democrático de Derecho, como el que pretendemos tener en el Ecuador, la Administración Pública tiene una vinculación cotidiana e importante con los ciudadanos –o administrados-, generalmente en mayor medida que cualquier otro poder del Estado. Así, la Administración Pública tiene la obligación de dictar reglamentos a las leyes -cuyo número sobrepasa con creces a las propias leyes-, actos administrativos –expropiaciones, resoluciones a recursos, etc…-. El problema surge cuando la Administración deja de efectuar los actos a los cuales está obligada. No es difícil acordarse de la famosa frase del funcionario que nos explica que: “no se puede hacer nada respecto de nuestra petición o trámite porque todavía no dictan el reglamento a la ley…” o que después de meses de insistir en un reclamo administrativo no obtengamos ninguna respuesta. Es cierto que la figura del silencio administrativo positivo soluciona alguno de estos problemas, pero su aplicación general trae más efectos negativos que positivos, ya que la inactividad administrativa termina siendo, a veces, sancionada de manera excesiva e irracional y por ende se hace muy difícil obtener una condena por parte de los Tribunales en contra del Estado y peor aún hacerla efectiva. Es necesario entonces regular la inactividad administrativa, introduciendo un conjunto de reglas que permitan a los Tribunales sancionar caso por caso las diferentes inactividades de la administración. Un elemento material, cual es la constatación de una situación de pasividad o inercia de la Administración; uno formal, que convierte dicha situación en una omisión por infracción de un deber legal de obrar o actuar y determina su antijuridicidad; y uno funcional que permita, caso por caso, determinar si la inactividad de la Administración no se encuentra justificada por razones de fuerza mayor o simplemente por imposibilidad material de ejecución.

La inactividad administrativa desconoce la posición servicial y la vocación dinámica y transformadora de la realidad social a que está llamada constitucionalmente la Administración en el modelo de Estado Social. Este modelo agrava la dependerían individual de la acción pública y de no producirse ésta cuando es legalmente debida y se confía razonablemente en ella, genera un grave problema de desconfianza institucional y hace crecer un sentimiento de fraude e injusticia que pone en cuestión la propia modalidad social del Estado de Derecho y hace peligrar muchas de sus conquistas históricas.